miércoles, 1 de julio de 2009

Salmón tirado al dulce

Esta es una receta para un antiguo amor. Uno de esos amores eternos. Atemporales. Más allá del tiempo. Más allá del bien y del mal. Un amor del pasado. Quizás un amor del futuro. Un dulce amor del presente. Un dulce amor. Al fin y al cabo, un amor.

La receta es delicada y dulce pero muy consistente. Es simple. Como un buen amor. Todo empieza con un buen filete de salmón. Uno de esos magníficos filetes de salmón que suelen llegar del sur de Chile, con piel por un lado, y un color casi rojo por el otro. El salmón debe ser fresco. Lo más fresco posible. Su desnudez se cubre de pimienta negra y de sal, por ambos lados. En una fuente enlosada se deposita cariñosamente el filete de salmón como si fuese una cama para dos, por un lluvioso día de domingo invernal.

El filete de salmón no puede quedar solo en la fuente enlosada. Habrá entonces de cubrirse con un buen vino blanco. Blanco y dulce. Dulce como el ya tradicional late harvest. Una botella completa de 750cc servirá para la ocasión. El filete de salmón quedará nadando en la dulce miel del vino. Como recuerdo de la vida, una copa (i.e. 20cc) de sauvignon blanc le darán un dejo amargo al vino.

Por veinte o treinta minutos nadará el salmón en la dulzura del vino. El salmón y el vino, intercambian aromas, sabores, fluidos. Se hacen uno. Son uno. Por un frágil momento, son uno. Pero el diminuto instante termina. El salmón es retirado de la fuente, puesto en otra fuente seca, y dejado en el horno para que no se enfríe.

El vino blanco impregnado de la esencia del salmón se queda en la fuente original, al principio y al final de todo. Allí el fuego lo reduce, lo concentra. Paradoja del fuego; disminuye el volumen mientras potencia su sabor. Reducido a la mitad de su antiguo esplendor, hacemos la salsa, poniendo el fuego lo más suave posible.

Una buena salsa acompaña. Una buena salsa concentra tantas cosas. Tantas como la misma vida. Una buena salsa concentra los sabores de la vida. Esta salsa es buena. Concentra el sabor dulce del late harvest, el amargo del sauvignon blanc, la dureza de la sal, el aroma de la pimienta, y, sobretodo, la misma esencia del salmón. Cuatro yemas de huevo se baten. Con amarillo hilo bajan a la fuente en donde el vino es suavemente revuelto. Allí, los hilos amarillos de yema se hacen salsa. Un cuarto de paquete de mantequilla, con su amarillo deslumbrante, cae a nadar en esta salsa en futuro. Una mano de amor empuña la cuchara de palo en su tranquilo recorrido en ocho de por la fuente. Sin prisa pero constante, se revuelve la salsa. Como blanca novia, ahora cae la crema. Lento va fundiéndose en la salsa. Al ritmo en paso de ocho de la cuchara de palo manejada por esa mano de amor. Lento se funden todos los sabores y la salsa queda homogénea, onctuosa, deleitosa. Tibia debe estar, más no habrá de hervir nunca.

El solitario salmón se retira de su tibia prisión para ser delicadamente, muy delicadamente, depositado en la fuente enlosada de la salsa, allí en donde conoció al fuego. Se le deja nadar poco tiempo a fuego lento. Sólo el tiempo necesario para que reconozca a la salsa. Para que nade en ella. Para que se pierda en ella.

En cuanto la salsa y el salmón volvieron a encontrarse, a mezclar los sabores de sus almas, a estar juntos en la misma tibieza, la receta está lista. Sólo hace falta ahora una mesa, dos comensales y una buena botella de vino, usualmente otra del mismo late harvest. La conversación llega sola.

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